lunes, 26 de agosto de 2013

Ische honat de Antonio Scappini


Perenne y estúpido en el puente.
El caminar le permite pensar.
El paso abanica el polvo.
Se pierde con el viento. 
Guijarros pateados caen al río.

Napalm Brain-scatter Brain, retiene la atención de su único oído atento, el otro muere y se asimila al entorno. Va Culminando la vida de forma involuntaria. Hormigas, alacranes, caracoles, grillos y cascarudos, perecen.

El pasar de su bota es imponente, y de alguna bizarra forma, también humilde. Dueño total de la zona peatonal va al mismo ritmo del tránsito. El estancamiento es la respuesta. A su derecha, los andamios y pasamanos, que están en mal estado por el óxido, lo retienen de una posible caída al río. A su izquierda sólo una fina y longeva línea blanca lo separa de los vehículos que empiezan a acelerar su avance. Entonces, juega a balancearse hacía la ruta incomodando a los conductores.

La fila acelera mostrando unos cuantos huecos. Él salta hacía ese vacío. En el instante en que lo bocinan, salta de nuevo y retoma el curso que llevaba con un gesto de satisfacción. Los conductores lo miran disgustados, mientras los neumáticos anónimos flagelan sus rostros contra el concreto y algún que otro guijarro intruso. La fricción deja olores como testimonio efímero de su existencia. Los caños de escape, como el último tramo de un tosco sistema digestivo, defecan mortalidad para que los vehículos vivan. Esas carrocerías ardientes resplandecen miserias y fortunas unidas en un solo grito. Mientras tanto, el río insaciable devora toda esa basura que el viento barre.

El atardecer se debilita. Decir que el día muere sería un ineficiente recurso poético. Sólo alterna su mirada cuando una estrella va a observar otras secciones de la esfera retenida en su indetectable mano. Luego la luna, que esperaba su turno, domina el cielo. Copula el oxígeno diatómico con el ozono en la intimidad de la ozonósfera.

Ranas y grillos son participes de un irritante coro. El octanol desquicia a los mosquitos. Un paso y una multitud de eras se licuan en un segundo. Otro paso casi simultaneo y la arteria empieza de nuevo su circulación. Un caracol cruje a causa de la “piadosa” pisada, limitando su omnipotencia empírica.

Los fotogramas se fusionan con una normalidad cotidiana. La circulación vuelve a alentarse. Napalm sigue caminando. Un ómnibus lo acompaña y la sombra electro lírica sigue presente en el ambiente. Observa su reflejo en la tosca y motriz compañía. La mirada que ostenta su rostro, deja ver múltiples opciones de una posible personalidad perdida en la ambigüedad. Una soberbia convertida en refugio. Una miseria disimulada en humildad. Un testimonio de sabiduría. Una confusión de actos un tanto ajenos al sentido común.

Napalm quiebra las falanges proximales de los dedos de sus manos de manera rítmica, similares a los metatarsos de sus pies. Los primeros se mueven voluntariamente, los otros por causa del peso de su cuerpo. Como fibra de vidrio agonizante marcha aristotélicamente. El ómnibus deja colgando un pasamano como un rebelde fibrocartílago lesionado.

Milimetrares fracciones de espacio separan a Napalm de un coche particular que contiene un cliché de familia regional, retenida como un fruto seco en una cáscara de novecientos once kilogramos. Los vehículos pasan con mayor rapidez en el sitio donde la homeostasis sonora se detiene abruptamente. Napalm decide acomodarse y limpiar su suela que está un poco suelta. Luego continua caminando, esta vez sin ningún vehículo cerca.


En el borde del puente unas hormigas movilizan una mamboretá despedazada. Un puñado de omatidios del insecto retienen un último hálito de vida y perciben, como última imagen residual, “la insoportable levedad del ser”.

Napalm, desempolva los tobillos y arremete lúdicamente con una lata pisada que golpea contra un andamio y regresa. Vuelve a patearla y esta vez se derrama el agua que contiene. El hombre comienza a sincronizar una sucesión de pasos, primero torpes y luego más estables. La humedad irrita su cara y el viento guía pequeños fragmentos de polvo que chocan contra su cornea poco sensible.

Napalm termina de cruzar el puente. Lo esperan escalones baldíos en frente de un quijotesco armazón de conjugados metales. Pisa uno y Mula-adhará, se campanea pendularmente para un lado y para el otro. Otro, y unas pelusas se alojan en Sua adhisthana. Otro, y gruñe Maní-pura. Otro, y rasca el An-ajata. Otro, y Vi-shudha se congestiona. Otro, y un gorrión le caga en el bregma (Agña-akhia).

Las imágenes se yuxtaponen. Un Pacú varado en la playa entre piedras y latas donde el amarillo de su pecho se ensalza con una herida reciente. Bares conchetos que niegan la admisión de madres con hijos en brazo, edificados a espaldas de inmobiliarias corruptas. Una usina nociva con un rango de influencia de ocho cuadras. Un espacio falazmente verde en donde se alza, forjada en bronce y con la imponencia voluptuosa de una Venus de Willendorf, la mujer autóctona. Su dignidad fue recientemente atacada de manera clandestina con la opaquedad de un solvente.

Entre saltos secuenciales el resto del camino es salvaguardado por la inmanencia del espíritu de San Baltazar quien se reencarna cada 6 de enero en las murgas de Cambá Cuá.

Sinapsis mineral.
Pavimento saturado.
Bullicio ahogado.
Locales cerrando.
Lúdico quiebre de metacarpo y falange proximal de meñique.
Lúdico quiebre de metacarpo y falange proximal de anular.
Lúdico quiebre de metacarpo y falange proximal de corazón.
Lúdico quiebre de metacarpo y falange proximal de índice.
Intento de quiebre de metacarpo y falange proximal de pulgar.
Lo mismo sucede de manera inversa en la otra mano.

Napalm llega a una parada de colectivo casi desierta. A su lado, una bestia empresarial revisa de reojo el reloj de su celular. Este homínido urbano es totalmente indiferente a los demás. Tiene reacciones ambiguas pero preconstruidas. Es un Chamán suburbano protegiendo un frasco plástico que contiene una muestra de orina como si fuera una piedra bezoar. A un costado también hay una madre, como una zapam-zucum marchita, envuelta en un radio asfixiante de pomberos infantiloides.

En la bocacalle un clavo abandonado que esquivó por unos milímetros el contenido de un termo roto, podría sentirse abandonado si no fuera por que es una varilla de acero con cabeza plana y extremo punzante, totalmente huérfano de toda esencia vital y racional.

Las suelas de goma que saboreaban el pavimento besuquean bruscamente el concreto de la vereda. Nepalm se para a unos metros de un pequeño bar que tiene un improvisado mural de figuras representativas de distintas disciplinas artísticas e intelectuales, todos nacidos en Rosario y reconocidos hinchas de Central: el Negro Fontanarrosa, el Piluso Olmedo y el Che Guevara.

El olor de la humedad empieza a confrontar con el de las minutas, con la gracia metafórica de un par de gallos de riña. La confrontación aromática atrae la canina curiosidad de un ambiguo callejero, de oreja izquierda mordida, lagrimal derecho abierto, pequeños vestigios de sarna en los muslos y con un dedo menos en una de las patas traseras. Una mano acerca su palma al hocico del curioso. El perro olfatea y entra en confianza. Recibe una caricia detrás de las orejas y se aleja hacia la otra esquina.

El colectivo aparece y abre sus puertas como fauces tetanizadas. Los pasajeros forman una fila dispareja y van entrando, subiendo tres escalones. El chofer, que ha pasado tres cuartas partes de su vida en el oficio, emplea un rostro fasistoide al observar a cada pasajero. Todos pagan su boleto y avanzan hacia el fondo mientras van subiendo los que faltan. El último, se percata de la presencia del clavo ahogado en el agua del termo. Lo agarra, lo seca contra su campera y lo guarda en un bolsillo amplio entre una billetera de contenido frugal y unas llaves.

Napalm, al pisar uno de los escalones con su bota, quiebra levemente la base gastada aunque no se da cuenta del infortunio. El chofer espera que tome su boleto y baja a buscar su relevo. Los pasajeros están sentados de manera desestructurada (por lo menos superficialmente). Sus posiciones se asemejan a alguna constelación refugiada entre los millares de esferas gaseosas de la composición infinita o una construcción gramática derivada de algún Codex perdido en la historia.

Napalm camina hacia el fondo. Se sienta entre un tartamudo en sandalias con un uñero supurado y una estudiante de aproximadamente quince años, que se abstiene de percepciones visuales directas hacia sus acompañantes, mientras gesta un monólogo interno agrediendo a su servicio de telefonía móvil. Napalm mira hacia abajo. Observa la presencia de un hueco de veintitrés centímetros en el piso que deja al descubierto parte de las entrañas del vehículo, y el pavimento manchado por los líquidos que excreta la anatomía motriz.

En un triple escaloneo aparece el nuevo chofer. Hace un rápido chequeo visual de los pasajeros, se sienta al mismo tiempo que acomoda la silla y vuelve a arrancar el motor, Acciona el embrague y mientras retiene el pie en el pedal, pisa el acelerador, y cuatro ruedas gastadas empiezan a pelear contra la inercia dando inicio a una socrática cronología de eventos.

Suceden abigarradas discusiones entre los pasajeros y el conductor sobre el precio del boleto o el lugar de las paradas. Una excedida cantidad de personas entran y salen como si de un vagón de ganado, dirigiéndose a Treblinka, se tratase.

El chofer ocasionalmente toma algunos desvíos para no interrumpir los planes de bacheo y repavimentación que se realizan en la ciudad. En uno de esos desvíos, cuando el colectivo cuenta ya con pocos pasajeros, el interés general se agolpa en las ventanillas testificando un accidente de tránsito. Los ojos de Napalm optan por ver el hueco donde en escasos segundos se podrá observar la estática marcha de vidrios y sangre seca en el asfalto.

Murales huidos a la distancia, más de uno vandalizado, rescatan los vestigios de la identidad retroactiva que en estas tierras fue gestada con esperma, óvulos, sangre, sudor, lagrimas, y pólvora. Pocos son y serán los que se paren a meditar sobre eso. Siete puntas de flechas quebradas por lo ajeno. Una herida profunda que subsana a paso matusalénico y que a veces se reabre.

Luego de un repentino descenso de velocidad el colectivo deja al último pasajero en un tramo donde se percibe una cacofónica frontera entre el asfalto y las calles sin pavimentar. Napalm desciende. Las yemas de sus dedos aterrizan antes que su mentón en una erosionada superficie, por causa de una mala sincronización de movimientos. Queda en el suelo por varios minutos con una tranquila dejadez. No hubo ni hay dolor. Construye una red de entretejidos abstracto en su conciente y una pequeña risa se precipita. Se levanta y un conjunto de corpúsculos dan una respuesta obvia.

Desde aquí, empieza una marcha donde las botas se impregnan de tierra, barro y algunas inmundicias menores: un trayecto de pocos obstáculos materiales. Todo es testimoniado por un cuarto menguante de Cheshire que se encuentra muy en lo alto, encima de muros en cuyos extremos hay hileras de vidrios y trozos de botellas punzantes como dientes.

Napalm, va aminorando la marcha. Termina su trayecto en una cuadra donde antes hubo un grupo de máquinas blandas que consideraban entregarse a sueños, como único medio de escape de sus infortunios y pesadillas mezcladas con querosene y carbonato de potasio.

Una reja discreta, entre dos viviendas, se abre por causa de una mano ausente que saca las llaves del bolsillo. Napalm se dirige a la puerta principal. Lleva las llaves en una mano y con la otra sujeta, desde el bolsillo oculto, el clavo. Juega con su punta aprisionándolo con las falanges de sus dedos. Lo aprieta levemente para que el tacto sienta el extremo punzante. Un finísimo hilo de sangre se va diluyendo. Coloca la llave en la cerradura mientras mueve el mecanismo y desmonta el pestillo. Involuntariamente se tensan los músculos de sus manos. Abre la puerta. Su mujer lo espera. El otro show biológico apenas comienza.

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