jueves, 29 de agosto de 2013

Cuentero, de Odilón Moreno Rangel

A continuación, dejamos para que lean "Cuentero" y agradecemos a Odilón Moreno Rangel, su creador, por facilitarnoslo. Este autor es mexicano y vive en Pachuca. Además es director de la revista literaria: "Tlaloke. Revista de literatura crítica". 









CUENTERO


Hace años el Dios de las palabras estaba sentado en el cerro mayor de Huehuetla. Era un anciano gigantesco de cabellos blancos y muy largos; tenía infinidad de arrugas en la cara como caminos hay en Huehuetla; su cabeza daba con el cielo y sus pies se apoyaban en la superficie de la tierra. Ese día llovía a llaves abiertas, la neblina flotaba silenciosamente por todos lados, y el Dios tenía algo muy importante qué hacer, entonces dijo:
–¡Tlakaelel! –un hermoso niño de cabellos y ojos negros que refulgían como obsidiana, cayó de su boca y llegó a la tierra. Desde el suelo el pequeño dijo:
–¿Tú eres mi Dios de las palabras?
–Sí, yo soy el Señor de las Palabras y tú eres mi Tlakaelel –respondió el Dios– pero ya estoy viejo y te he creado para que me ayudes a que no me acabe y se vayan para siempre todas nuestras palabras que alimentan los corazones de los niños de Huehuetla. ¿Estás listo?
–¡Sí! –Contestó emocionado Tlakaelel–. ¿Qué tengo que hacer?
–Bien, para empezar  ten esta bolsa.
–Está muy bonita –comentó Tlakaelel. En verdad el saco era primoroso, estaba hecho con algodón y tenía bordados animales y flores fantásticas.
–Gracias, la hice con esmero –dijo el viejo–. Dentro del morral  hay hojas de papel amate y un palo de pintura de todos los colores. Ahora abre la boca –El crío obedeció. El gran Señor de las Palabras también abrió la boca y cayeron cientos de miles de millones de palabras en la boca de Tlakaelel, aquello parecía una tolvanera. El niño tosió un poco pero el majestuoso anciano le dio unos golpecitos en el pecho para que se restableciera el nene.
–¿Estás bien? –Preguntó el viejo.
–Ya estoy bien, gracias.
–Mi pequeño Tlakaelel te he dotado de diversos utensilios para que los niños de todo Huehuetla vean a través de tu boca y manos, la tradición oral que nos conforma –dijo el enorme viejo y luego explicó:
–Lo hago porque si no muere algo de nosotros, cada vez que alguien cuenta las tradiciones orales yo vivo y vivimos todos. Esto es como las abejas y las flores, si las abejas van de flor en flor, las flores viven y se hacen más, muchísimo más porque hay polinización; de igual manera si se cuentan nuestras historias se hacen más historias y nos comprendemos mejor los habitantes de esta hermosa tierra. ¿Me entiendes?
–Si señor –contestó con entusiasmo Tlakaelel.
–Entonces vas a andar en todo lugar donde haya niños y a ellos les vas a contar todos los cuentos que te puse en la boca, como si fueras una abejita. Están ricos los cuentos, ¿verdad?
El niño se saboreó la lengua.
–Deliciosas –contestó el simpático pequeño.
–Bien, entonces cuentas, dibujas, subes a los niños a tus dibujos mientras narras y al que quiera meterse en el cuento lo dejas y si puedes le enseñas a ser cuentero, ¿de acuerdo?
–De acuerdo viejito. ¡Se pueden subir los niños a los dibujos! –dijo muy sorprendido Tlakaelel.
–Por supuesto, las hojas y el palo de pintura que te di no son comunes, son diferentes, mágicos diría la gente de la tierra, son del Dios de las palabras –pronunció el anciano muy orgulloso de sí mismo–. ¿Tienes alguna duda?
–No viejito.
–Entonces qué esperas, corre, ve a dejar los cuentos que te he dado en las orejas y corazones de todo chiquillo de Huehuetla.
Tlakaelel echó a correr. En su mente sentía cómo se arremolinaban las palabras, estaban ansiosas por salir de sus labios.
–¡Espera! –Gritó inesperadamente el anciano de las palabras–. Todavía no. Debo decirte algo antes de que te vayas. Disculpa que te regrese, soy muy viejo y se me olvidan las cosas.
El niño regresó a todo galope a donde el anciano.
–¿Qué me quieres decir abuelo? ¿Te puedo decir así?
–Sí, si me puedes decir abuelo –dijo con toda tranquilidad el viejo Dios–. Lo que tengo que decirte es muy importante y es lo siguiente. Los cuentos que llevas en tu corazón, no son propiamente tuyos, son míos y de todos los hombres y mujeres que han vivido durante muchas generaciones en Huehuetla, entonces tienen que llegar a todos, no sólo a unos poquitos. Por otra parte te he dado dos dones: dibujar y narrar pero obtendrás otro, y será con los hombres y dependerá de ti hacerte del don. Además debes de saber que cada vez que cuentes las historias y los niños las vuelvan a contar a otros niños o a sus padres u otros adultos, la fuerza irá regresando progresivamente a mí, poco a poco seré más joven, vigoroso y no moriré ni estaré viejo, así como estoy en estos momentos. Cuando hayas terminado mi encargo estaremos juntos otra vez.
Tlakaelel asintió.
–Y cuál es ese don, viejito –inquirió el pequeño.
–Ese lo tienes que descubrir tú.
–No se vale –reclamó el pequeño.
–Por supuesto que sí –aseveró el viejo y luego le indicó:
–Ahora ve, no pierdas tiempo.
Tlakaelel se despidió y ni tardo ni perezoso emprendió su tarea, comenzó su larguísimo recorrido por las comunidades y ciudades del sur de Huehuetla. En todos y cada uno de los lugares que estuvo, narró las historias de “La Campana de Oro”, “La Sirena”, “Los Nahuales”, “El Cuernudo”, “El charro negro”, “La cueva de oro”, “La iglesia vieja” y otras tantas más que no se pueden escribir aquí porque no terminaría el cuento. Cuando narraba Tlakaelel era como si jugara con los otros niños, dibujaba y coloreaba imágenes que representaban lo que decía al hablar, después daba estas ilustraciones a los niños que lo escuchaban para que pudieran subir a los lomos de los animales fantásticos que describía u oler la fragancia de las flores de los campos por donde deambulaban la  Campana de Oro o la Sirena. Aquel arte maravillaba a su pequeño público, la mirada de los chamacos brillaba como una estrella y sus amplias sonrisas eran señal de que la tradición oral estaba llegando a sus corazones. Para muchos de los pequeños era la vez primera que escuchaban y palpaban los relatos que les presentaba Tlakaelel. Los atentos infantes se adentraban tanto a la magia del cuentero que les daba gusto dibujar y contar, y el niño contador de historias por supuesto los dejaba aprender. Algunos de los padres presentes decían “Ah, si yo conozco ese cuento, no más que no me acordaba bien, pero si lo platicaban antes.” Tlakaelel quedaba muy satisfecho con este tipo de comentarios, se decía sí mismo “voy bien con la tarea de mi Dios.”
–¿Y cuándo te volveremos a ver? –preguntaba uno que otro chiquillo en cada una de las visitas de Tlakaelel.
–Cuando quieran –contestaba el cuentero.
–Y cómo, si andas de un lugar a otro.
–¡Ah, tengo una sorpresa para ustedes! –decía Tlakaelel. Entonces el pequeño narrador sacaba una de sus tantas hojas que traía en su saco y dibujaba una puerta, la adornaba con dibujos coloridos que evocaban las tradiciones orales.
–Cuando quieran verme o platicar conmigo, sólo tienen que abrir esta puerta y me verán dónde estoy y lo que hago, ya si quieren pasar es otro cuento –explicaba el niño–. Yo me daré cuenta porque una de mis hojas empezará a brillar, entonces les daré la bienvenida.
Tlakaelel dejó una de estas hojas en cada lugar que visitaba, de esa manera en muchos lugares de Huehuetla se conoció lo que hacía Tlakaelel. Hay quien dice que de esta magia, Preguntón Cerrado se inspiró para desarrollar la tecnología de la comunicación sin lugar y hora, es decir platicar con otra persona sin estar en la misma comunidad ni a la misma luz solar, y le llamó “mundo sin fronteras”. Para ello diseñó un sistema de transmisión de información que utilizaba un artefacto portátil con pantalla para poder ver lo que hacían y decían las personas de otros lados.
Por este “mundo sin fronteras” también se difundió lo que hacía Tlakaelel, de boca en boca electrónica, los demás habitantes de Huehuetla, a los que aún no visitaba el cuentero supieron de su fantástico e ingenioso arte. La gente se emocionaba y comía ansía de saber cuándo sería el día en que el extraordinario niño los visitaría. Algunas personas consideraban a Tlakaelel una leyenda popular, pero él era en verdad real, ninguna ficción.
Al paso de los años, miles de niños conocieron las historias de Huehuetla en voz de Tlakaelel. El cuentero, era muy admirado y querido. Su fama llegaba a cualquier insospechado rincón de la tierra vieja en el que habitaran personas. Entonces muchas editoriales se interesaron en las historias que contaba Tlakaelel; comercializarlas prometía un negocio redondo y jugoso. Los editores intentaron contactar al cuentero en la ciudad capital de Huehuetla para negociar con él la mercantilización de los cuentos pero no lo encontraron.
–Ese no anda por aquí –les dijo un anciano de Huehuetla a los editores–. A ese lo topan en el monte o en las ciudades, pero va a tardar para que lo hallen, nunca se sabe dónde va a estar.
Todas los editores se desanimaron no más de ver la gran cantidad de montañas y caminos de asfalto y cemento que había que caminar para tratar de dar con Tlakaelel, así que renunciaron a la empresa, menos uno. Era un joven editor que trabajaba para ediciones “Tlaloke”, una editorial de gran prestigio, que tenía el mérito de haber dado a conocer veinte escritores que luego serían premios Huehuetla de literatura. El joven editor se empeñó en hallar a Tlakaelel, se trataba del esforzado de Ilhuikamina. Ilhuikamina deambuló por mucho tiempo en las montañas, carreteras y calles de Huehuetla hasta que por fin dio con Tlakaelel. El pequeño cuentero se encontraba con niños de la comunidad de El Pescado, precisamente les relataba una historia donde la Sirena le regalaba a su ahijado un bagre y agua de río para que lo protegiera de las malvadas alas de petate, las temibles come corazones de niños. A propósito, cabe decir que si bien habían pasado varios años, Tlakaelel seguía siendo un niño. Ese día para variar llovía a raudales en la vieja Huehuetla. Ilhuikamina entró al recinto donde le dijeron que estaba el distinguido cuentero.
–Te ando buscando desde mucho tiempo –dijo Ilhuikamina muy emocionado al ver al prodigioso niño, tanto que no pudo contenerse y derramó algunas lágrimas. Tlakaelel se conmovió, interrumpió su tarea y saludó al editor.
–No llores joven –dijo el pequeño–, mejor ven a jugar con nosotros las palabras.
Ilhuikamina no pudo menos que sonreír y participar en el juego, el entusiasmo y alegría del niño eran como una gran ola que no se podía evitar, si uno corría para un lado u otro, de cualquier manera se salía mojado. Así con Tlakaelel, era imposible no jugar. Ilhuikamina no se pudo quejar, se divirtió de lo lindo, también se subió a los dibujos y anduvo en el lomo del bagre de un lado a otro burlando y derrotando a las alas de petate que se empeñaban en maltratar a los infantes. Para Ilhuikamina fue como ser niño una vez más, esa era la magia del pequeño cuentero.
–¿Para qué me has buscado con tanto afán? ¿Quién eres? –dijo Tlakaelel una vez que finalizó el juego de los cuentos y hubo despedido a los niños.
–Disculpa que no me haya presentado antes, me llamo Ilhuikamina. Antes que todo es un placer conocerte. Vengo de muy lejos, de la ciudad capital –Ilhuikamina estrechó con vehemencia la pequeña mano de Tlakaelel–. Trabajo para ediciones “Tlaloke”, estamos interesados en publicar en papel las narraciones que haces.
Tlakaelel sonrió.
–Yo soy Tlakaelel, y creo que ya me conoces. Soy cuentero –contestó afablemente el infante–. Entonces de qué se trata.
–Sabemos de tu noble tarea, conocemos tu proyecto a través del “mundo sin fronteras” que abrió Preguntón Cerrado. Bueno realmente sólo son referencias porque no hay video tuyo en ese mundo, sólo referencias. Imagina si todos vieran esto. En fin, compartimos contigo la necesidad de que los miembros de las comunidades que componen a nuestra gran Huehuetla conozcan la tradición oral, los cuentos de otras comunidades. Hay muchos valores y enseñanzas contenidas en estos relatos. Pero es una enorme tarea para ti solo. El fantástico mundo de la editorial te proyectará en dimensiones que no te imaginas. Te leerán miles de millones de personas y pasarás a la historia. Con nosotros lograrás tus sueños.
–¿Los niños de toda Huehuetla leerán los cuentos?
–Sí.
–¿En distintas partes de Huehuetla?
–Sí.
–Tal vez así cumpla el encargo de mi viejo padre.
–Por supuesto. Pero necesitas de una editorial seria, como la de nosotros, algo como “Tlaloke”.
–¿Sí?
–Desde luego que sí. Confía en nosotros, veinte premios literarios nos respaldan.
–¿Qué tengo que hacer?
–Solamente escribir lo que cuentas –Tlakaelel quedó impresionado más no convencido y luego dijo:
–Pero lo que me dio mi Dios es para decir con la boca, no para escribir. Además yo no quiero dinero, sólo deseo contar nuestras historias a los niños y que haya cuenteros.
–Con todo lo que ganes por la venta de los libros puedes adquirir más libros para llevar tus historias a más niños de toda la maravillosa Huehuetla. Medítalo.
–Si se ponen a la venta los cuentos, no todos los niños podrán comprar libros –replicó Tlakaelel–. En Huehuetla hay millones de pobres, y aunque se vendan cientos de ejemplares, no hay dinero suficiente como para hacer que todos los niños tengan libros. Además no puedo dar estas historias para vender porque no son mías, son de toda la gente de aquí, son de ellos desde antes que nacieran, y los seguirán siendo hasta que muera el último habitante de Huehuetla, eso me dijo mi Dios de las palabras, mi abuelo.
–No te preocupes por eso. Tenemos un gran equipo de abogados para que los derechos de autor queden en manos de todos, no sólo de una persona.
–De todas maneras, necesito platicar con los señores y señoras de las comunidades para que me digan qué piensan –respondió Tlakaelel–. No puedo decidir por algo que nos pertenece a todos.
–La gente de Huehuetla te aprecia demasiado. Si tú los convences, esto será una gran oportunidad para todos, hasta para ti, así podrás hacer de mejor manera y más rápido el encargo.
–Lo pensaré –dijo Tlakaelel con una simpática sonrisa–. Bien mientras tanto a seguir contando. ¿Quieres venir?
–Por supuesto –dijo Ilhuikamina un tanto sorprendido porque no esperaba la invitación.
–Pues vámonos –e inmediatamente el pequeño Tlakaelel echó a andar vigorosamente –¿Aguantarás el paso? Hay que caminar mucho.
–Me encanta caminar.
Ilhuikamina estaba muy feliz, todo estaba marchando conforme a sus planes. Más tarde ambos personajes, después de andar por varias horas por cerros y ríos, llegaron a la comunidad de El Copal. Los niños ya esperaban en un salón de la escuela primaria al niño cuentero. Tlakaelel saludó a los niños y enseguida comenzó a narrar jugando. Mientras hablaba sus dedos se movían ágilmente sobre las hojas de papel, dibujaba y coloreaba lo que decía. Repartía los dibujos, hacía expresiones sonoras con mucho entusiasmo. Luego hizo lo que en muchas comunidades, pidió a su diminuto público que también dibujara lo que él iba diciendo. Los niños reían, brincaban, abrían sus ojos y no paraban de asombrarse, seguían el juego del cuentero.
Ilhuikamina sacó de entre sus ropas un sofisticado dispositivo de comunicación para el "mundo sin fronteras". Tomó algunas fotografías y videos a Tlakaelel que inmediatamente publicó en dicho mundo. Fue la vez primera en toda la historia de Huehuetla que la gente que transitaba en los dos mundos –el de Huehuetla y el de sin fronteras de Preguntón cerrado– conocía cómo era físicamente el encantador niño cuentero y su sorprendente y mágica habilidad para hacer mundos fantásticos con palabras. Ilhuikamina comentó con entusiasmo el encuentro y anunció que la publicación de narraciones de Tlakaelel en papel era prácticamente un hecho, que no estaba muy lejos de concretarse un acuerdo para que hubiera luz verde a la edición de libros. Inmediatamente millones de usuarios saturaron la habitación del mundo sin fronteras de Ilhuikamina en su afán de manifestar su agrado por la noticia.
Después de que Tlakaelel terminó de narrar las historias los señores de la localidad hablaron con él. Le dieron las gracias por su visita.
–Así que usted es el pequeño cuentero del que todos hablan –dijo uno de los viejos.
–Sí –contestó Tlakaelel.
–Cuando era niño, había otros niños como tú. Pero quién sabe qué fue de ellos, a la mejor crecieron y ya no les gustó contar, no sé. Ahora creo que no más eres tú.
–Si es lo que me han dicho en otros lugares. No tarda el día en que uno o algunos de estos niños sean como yo –dijo con gran entusiasmo Tlakaelel, se emocionó de pensar en ello, sintió una gran alegría que casi lo hizo llorar sólo de figurarse que uno de esos niños sería como él.
–Hacen falta cuenteros en las comunidades de Huehuetla –dijo con aire de tristeza otro viejo de la comunidad–. Antes andaba uno que era el dueño de las palabras, se le ponía ofrenda, tenía su altarcito. Pero como ahora sólo se cuenta en algunos lugares, pues ni quién se acuerde de él.
–Yo lo conozco –dijo muy alegre Tlakaelel–. Es mi viejo padre, mi abuelo.
–Es el padre abuelo de todos –repusieron los viejos–. Por eso hablamos. Si a los niños les gusta cómo cuentas igual un día regresa el dueño de las palabras.
–Usted abuelo, piense que así va a pasar –repuso el niño–. Para eso estoy aquí.
–Eso veremos –dijeron los viejos–. Pero de cualquier manera, gracias por habernos visitado con tus cuentos.
La charla terminó. Los señores de la localidad se despidieron. Ilhuikamina se acercó a Tlakaelel.
–Lo que cuentas es maravilloso –dijo el joven editor.
–Gracias. Me las enseñó mi abuelo, mi Dios.
–Antes de conocerte no sabía que existía un señor de las palabras, eso es fantástico. Bueno y ¿qué has pensado? –Insistió el joven editor–. Sin querer he escuchado a los viejos, y me parece que podemos ayudar a que regrese el viejo dueño de las palabras. Sería fabuloso. ¿Qué dices niño? No puedes dejar pasar la oportunidad.
El pequeño cuentero no resistió más la presión de Ilhuikamina y pensó en aceptar. Ilhuikamina tenía razón, aunque él llevaba muchos años contando todavía se desconocía la tradición oral en muchos lugares. Seguro iba a pasar muchos años para que terminara de recorrer todos los sitios de Huehuetla en los que hubiera niños, y tal vez para ese entonces, sería tarde para su abuelo. Una ayuda para la tarea del Dios de las palabras, podría ser que hubiera otros niños cuenteros pero todavía ninguno se había animado, si los hubiera ellos ayudarían a cubrir toda Huehuetla en poco tiempo. Los niños sólo se asomaban a la puerta mágica para mirar pero no se atrevían a pasar a narrar. Por eso era buena la idea de Ilhuikamina, aunque la empresa era ambigua porque parecía ir en contra y a favor de lo indicado por el Dios de las palabras. Por un lado las historias podían llegar a todos los niños de Huehuetla; pero por otro, Tlakaelel parecería el dueño de las palabras, aunque estaba eso de los derechos de autor para todos. Algo tenía que hacer el niño.
–Está bien –decidió Tlakaelel considerando que era lo mejor para todos–. Lo haremos. Trataré de convencer a los habitantes de Huehuetal, pero no es algo seguro, además tengo que ir a todas las comunidades y ciudades de Huehuetla para hablar con la gente y todavía no acabo de visitarlas. Ojalá que esto nos ayude a todos. Nosotros somos gente de palabras, son nuestro cuerpo.
Ilhuikamina dio brincos y aulló de gusto.
–En lo que ellos dan su beneplácito, mañana mismo empezamos la escritura –dijo Ilhuikamina.
–Pero no sé escribir –respondió Tlakaelel– sólo se hablar.
–¿Cómo? ¿No fuiste a la escuela?
–No porque allí no enseñan esto de compartir en voz nuestros cuentos fantásticos y tradicionales. Además antes no había escuelas, ahora hay unas cuantas, y que yo sepa en ese lugar no les gusta la magia ni la imaginación. Pero de todas maneras como todo el día ando contando ni tiempo para la escuela.
–No lo puedo creer. Trataré de enseñarte a escribir.
–Entonces hagamos algo. Hasta que aprenda a escribir, hablaré con las señoras y señores de las localidades y ciudades de Huehuetla –propuso Tlakaelel.
–Me parece perfecto –dijo Ilhuikamina confiado en que Tlakaelel era un niño inteligente y no habría dificultad alguna para que pasara a letras todo lo que sabía. Luego el editor agregó:
–Y para que tengas la oportunidad de hablar con las personas para el consentimiento de la edición en papel de la tradición oral, podemos hacerlo de un sólo tirón, nos apoyamos de la tecnología de Preguntón Cerrado.
–Muy buena idea –dijo Tlakaelel–. Manos a la obra.
En los siguientes meses Ilhuikamina trató de hacer que Tlakaelel se expresara por escrito, pero igual se hizo un afecto especial entre los dos. Tlakaelel en verdad sintió un gran aprecio por Ilhuikamina, sentía que era como su hermano mayor o un padre. Ambos se contaban cosas de su vida, de sus planes con la tradición oral. Coincidían en muchas cosas. Tlakaelel llegó a pensar que con la editorial “Tlaloke”, haría cosas increíbles y las palabras de su abuelo y de todos los de Huehuetla, llegarían sin falta alguna a todo rincón habido y por haber. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos didácticos de Ilhuikamina, Tlakaelel no podía expresarse correctamente en letras. Sus textos eran una locura. No se entendía lo que decía. Las ideas estaban desconectadas, hacía repeticiones innecesarias y obviaba demasiados detalles, aparte los múltiples errores de acentuación y puntuación. Tanto se equivocó Tlakaelel que la paciencia de Ilhuikamina se agotó.
–¿Cómo es posible que no puedas escribir ni un párrafo medianamente coherente, niño?
–Te dije que no sé escribir. Debes tener paciencia.
–Pero tienes que escribir, ¿cómo vamos a editar los cuentos si no lo escribes?
–Yo te dije que los cuentos no son para las letras, sino para la boca. A la mejor por eso no puedo. Además primero tienen que consentir los habitantes de aquí. Si no consienten, no se hará.
–Tu Dios de las palabras debe estar decepcionado de ti.
–No lo creo. Ya me lo hubiera dicho –dijo Tlakaelel pero pensó que tal vez Ilhuikamina tendría razón una vez más. Desde que el Dios de las palabras lo echó a la tierra no lo había vuelto a ver, y le faltaba mucho por cumplir su tarea. Además se preguntó cuál sería ese tercer don que iba a hacer en la tierra, tal vez era la escritura pero no estaba seguro.
–Por eso las palabras de ustedes, de ustedes los de Huehuetla se van como el humo, se pierden –dijo muy enfadado, Ilhuikamina–. Te hace falta saber escribir. Tú serás el responsable si todo esto se pierde, sólo tú. Te abrí una puerta y la desperdiciaste.
–Nuestra palabra es para ser hablada y escuchada –insistió Tlakaelel.
–Necio –dijo Ilhuikamina todavía más molesto. Me voy de aquí. Esto es imposible –. El editor salió de la habitación donde se hallaban, dando un fuerte portazo. Se marchó a la capital de Huehuetla y anunció en su habitación del “mundo sin fronteras” el fracaso de su empresa. Dijo: "Tlakaelel es un fiasco para la escritura. Que siga con su tradición oral".
El pequeño Tlakaelel quedó muy triste. Su entrañable amigo lo había abandonado. Por muchos días lloró desconsoladamente. Le dolió intensamente que su gran amigo Ilhuikamina lo hubiera tratado así. Pero más le dolía no haberle correspondido con el aprendizaje de la escritura. Por más esfuerzos que había hecho no pudo poner por escrito las historias, no con la misma belleza de como las hablaba. Muchos niños de las diversas comunidades y ciudades de Huehuetla que Tlakaelel había visitado, vieron por su hoja mágica lo que había pasado entre el cuentero e Ilhuikamina y como el pequeño no paraba de estar triste y llorar, entonces decidieron darle una vuelta para tratar de reconfortarlo.
–No estés triste Tlakaelel. A nosotros nos gusta lo que nos cuentas. No te queremos así, deseamos que nos sigas narrando y dibujando –dijo uno de los pequeños.
Pero Tlakaelel siguió triste. Lloraba sin parar. Entonces los niños le empezaron a contar las historias que él les había narrado alguna vez, unos hablaban y otros dibujaban. Al principio Tlakaelel no les hizo caso, estaba muy ocupado en su tristeza. Pero en una de esas escuchó las hermosas vocecillas de los pequeños, miró los cientos de dibujos que los infantes hacían y no pudo menos que asombrarse. En verdad eran muy bellos. Entonces el cuentero sintió el amor de los niños y vio en ellos los siguientes cuenteros de Huehuetla porque se habían atrevido a pasar la puerta para contar, lo que nunca; eran justo lo que necesitaba su viejo padre para que no muriera. Tlakaelel pensó que ya era tiempo de ser nuevamente feliz. Limpió las lágrimas de sus mejillas y se incorporó.
–Tienen razón. No tengo por qué estar triste. Mi trabajo es ser cuentero. Seguiré siéndolo, y veo que ustedes también son cuenteros –los niños rieron.
–Pero también seguiré tratando de ser cuentero por escrito –anunció Tlakaelel. Tal vez sea mi tercer don y si no lo es será otra forma de hacer vivir a nuestro padre el Dios de las palabras.
En los meses siguientes meses Tlakaelel continuó junto con los otros cuenteros, la acostumbrada tarea de narrar cuentos, y por la noche se ponía a escribir; lo hacía con afán, revisaba una y otra vez los textos para ver si contaba por escrito con la misma belleza, claridad y emoción que lo hacía con su voz. Pasado el tiempo con gran alegría Tlakaelel se dio cuenta de que ya era capaz de hacerlo. Por supuesto que igual enseñó a sus niños cuenteros a escribir lo que narraban. Todos los cuenteros, encabezados por Tlakaelel, fueron vistos en las hojas que dejaba Tlakaelel en sus previas visitas. Más niños no sólo se conformaron con abrir la puerta y mirar, sino que pasaron por la puerta y llegaron a donde Tlakaelel para acompañarlo y narrar junto con él, estos niños igual querían ser cuenteros como Tlakaelel. Así llegaron a ser 400 niños cuenteros más Tlakaelel.
Tiempo después el pequeño Tlakaelel se acordó de Ilhuikamina, decidió ponerse en contacto con él a través del “mundo sin fronteras” porque no había otro modo, el editor no tenía una hoja mágica. Le agradeció haberlo iniciado a la escritura y lo mostró que era tan bueno en las letras como en el hablar; también le platicó que con respecto a la difusión de los cuentos orales en letra, decidió organizar a la gente de Huehuetla para que a través de una asociación civil y mediante mecanismos sin fines de lucro, se distribuyeran, sin costo alguno, los cuentos tradicionales en papel a todos los niños de Huehuetla. Y lo hizo. La obra narrada en escrito fue conocida en muchos rincones de la grandiosa Huehuetla. Todos los niños de todos los lugares de Huehuetla supieron de las historias contadas por Tlakaelel y sus cuenteros. Igual le dijo de cómo muchos niños se hicieron cuenteros y lo acompañaban a sus narraciones sólo abriendo las puertas que les había dibujado, o bien iban a otras comunidades a las que no podía asistir Tlakaelel.
Por su parte Ilhuikamina en cuanto se enteró de las nuevas de su querido Tlakaelel, buscó otra vez al afamado niño cuentero y sus ayudantes. Pero esta vez tardó menos tiempo en hallarlo que la ocasión pasada, pues ya tenía el camino andado. Lo encontró en Milpa Grande en compañía de otros niños cuenteros.
–Estoy sumamente apenado por la forma en que te traté –dijo Ilhuikamina cuando tuvo enfrente a Tlakaelel. El niño no habló en ese momento, la felicidad de ver otra vez a su amigo le impidió articular palabra alguna, sólo atinó a abrazar a Ilhuikamina, y luego le dijo:
–No tengas cuidado, gracias a ti podemos llevar los cuentos a muchos niños de nuestra Huehuetla. Podemos hacerlo porque por ti aprendí a escribir, y los otros cuenteros y yo podemos estar con otros niños sin que estemos allí en persona a través de los libros de papel. Además los viejos de las comunidades están contentos porque hay más cuenteros. Dicen que el señor de las palabras ya está de nuevo entre nosotros pero yo no lo he visto. Tal vez este no sea mi tercer don y falten más niños cuenteros. Te he extrañado mucho amigo.
–Te felicito, y también a todos ustedes. Me siento orgulloso de todos –dijo Ilhuikamina a los otros niños cuenteros. Después regresó con Tlakaelel:
–¿Te digo una cosa?
–Sí, dime por favor.
–Este es el tercer don que debías de hacerte en el mundo de los hombres –dijo con alegría Ilhuikamina, y se hizo el dios de las palabras. Tlakaelel inmediatamente lo reconoció aunque fuera joven.
–¡Eres tú abuelo! –Dijo emocionado el cuentero –Ilhuikamina confirmó con una gesticulación y los dos se volvieron a abrazar.
–Pero ahora soy joven porque vivo en todos los corazones de los niños de Huehuetla –aclaró Ilhuikamina.
–Abuelo, estoy muy contento.
–Yo también mi pequeño Tlakaelel. Te amo –dijo lleno de intensa felicidad el Dios de las plabras–. Hiciste muy bien tu tarea. Ya es hora que estemos juntos los dos y a la vez con todos los cuenteros que ya dejaste en Huehuetla.
–Si papá joven –contestó juguetón Tlakaelel. Entonces el Dios de las palabras pronunció muy suavemente “Tlakaelel”, y el pequeño se hizo una nube que parecía polvo de estrellas porque brillaba demasiado. El rutilante polvo se fue a los labios de Ilhuikamina. Después el viejo Dios miró a los otros cuenteros.
–¿Y Tlakaelel? –Preguntaron los niños.
–Está aquí en mi boca –respondió el joven Dios–. ¿Quieren que Tlakaelel vaya siempre con ustedes?
–¡Sí! –Gritaron los niños.

–Entonces cierren los ojos y abran su boca –los niños obedecieron. Inmediatamente Ilhuikamina dejó salir de su boca a Tlakaelel en forma de polvo dorado y una parte de la esencia del niño cuentero fue a parar a cada uno de los corazones de los 400 niños cuenteros. En Huehuetla, al día de hoy, sigue cayendo a llaves abiertas, agua y palabras porque los cuenteros siguen hablando y escribiendo sin falta.

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