CUENTERO
Hace
años el Dios de las palabras estaba sentado en el cerro mayor de Huehuetla. Era
un anciano gigantesco de cabellos blancos y muy largos; tenía infinidad de
arrugas en la cara como caminos hay en Huehuetla; su cabeza daba con el cielo y
sus pies se apoyaban en la superficie de la tierra. Ese día llovía a llaves
abiertas, la neblina flotaba silenciosamente por todos lados, y el Dios tenía algo
muy importante qué hacer, entonces dijo:
–¡Tlakaelel!
–un hermoso niño de cabellos y ojos negros que refulgían como obsidiana, cayó
de su boca y llegó a la tierra. Desde el suelo el pequeño dijo:
–¿Tú
eres mi Dios de las palabras?
–Sí,
yo soy el Señor de las Palabras y tú eres mi Tlakaelel –respondió el Dios– pero
ya estoy viejo y te he creado para que me ayudes a que no me acabe y se vayan
para siempre todas nuestras palabras que alimentan los corazones de los niños
de Huehuetla. ¿Estás listo?
–¡Sí!
–Contestó emocionado Tlakaelel–. ¿Qué tengo que hacer?
–Bien,
para empezar ten esta bolsa.
–Está
muy bonita –comentó Tlakaelel. En verdad el saco era primoroso, estaba hecho
con algodón y tenía bordados animales y flores fantásticas.
–Gracias,
la hice con esmero –dijo el viejo–. Dentro del morral hay hojas de papel amate y un palo de pintura
de todos los colores. Ahora abre la boca –El crío obedeció. El gran Señor de
las Palabras también abrió la boca y cayeron cientos de miles de millones de
palabras en la boca de Tlakaelel, aquello parecía una tolvanera. El niño tosió
un poco pero el majestuoso anciano le dio unos golpecitos en el pecho para que
se restableciera el nene.
–¿Estás
bien? –Preguntó el viejo.
–Ya
estoy bien, gracias.
–Mi
pequeño Tlakaelel te he dotado de diversos utensilios para que los niños de
todo Huehuetla vean a través de tu boca y manos, la tradición oral que nos
conforma –dijo el enorme viejo y luego explicó:
–Lo
hago porque si no muere algo de nosotros, cada vez que alguien cuenta las
tradiciones orales yo vivo y vivimos todos. Esto es como las abejas y las
flores, si las abejas van de flor en flor, las flores viven y se hacen más,
muchísimo más porque hay polinización; de igual manera si se cuentan nuestras
historias se hacen más historias y nos comprendemos mejor los habitantes de
esta hermosa tierra. ¿Me entiendes?
–Si
señor –contestó con entusiasmo Tlakaelel.
–Entonces
vas a andar en todo lugar donde haya niños y a ellos les vas a contar todos los
cuentos que te puse en la boca, como si fueras una abejita. Están ricos los
cuentos, ¿verdad?
El
niño se saboreó la lengua.
–Deliciosas
–contestó el simpático pequeño.
–Bien,
entonces cuentas, dibujas, subes a los niños a tus dibujos mientras narras y al
que quiera meterse en el cuento lo dejas y si puedes le enseñas a ser cuentero,
¿de acuerdo?
–De
acuerdo viejito. ¡Se pueden subir los niños a los dibujos! –dijo muy
sorprendido Tlakaelel.
–Por
supuesto, las hojas y el palo de pintura que te di no son comunes, son
diferentes, mágicos diría la gente de la tierra, son del Dios de las palabras
–pronunció el anciano muy orgulloso de sí mismo–. ¿Tienes alguna duda?
–No
viejito.
–Entonces
qué esperas, corre, ve a dejar los cuentos que te he dado en las orejas y
corazones de todo chiquillo de Huehuetla.
Tlakaelel
echó a correr. En su mente sentía cómo se arremolinaban las palabras, estaban
ansiosas por salir de sus labios.
–¡Espera!
–Gritó inesperadamente el anciano de las palabras–. Todavía no. Debo decirte
algo antes de que te vayas. Disculpa que te regrese, soy muy viejo y se me
olvidan las cosas.
El
niño regresó a todo galope a donde el anciano.
–¿Qué
me quieres decir abuelo? ¿Te puedo decir así?
–Sí,
si me puedes decir abuelo –dijo con toda tranquilidad el viejo Dios–. Lo que
tengo que decirte es muy importante y es lo siguiente. Los cuentos que llevas
en tu corazón, no son propiamente tuyos, son míos y de todos los hombres y
mujeres que han vivido durante muchas generaciones en Huehuetla, entonces
tienen que llegar a todos, no sólo a unos poquitos. Por otra parte te he dado
dos dones: dibujar y narrar pero obtendrás otro, y será con los hombres y
dependerá de ti hacerte del don. Además debes de saber que cada vez que cuentes
las historias y los niños las vuelvan a contar a otros niños o a sus padres u
otros adultos, la fuerza irá regresando progresivamente a mí, poco a poco seré
más joven, vigoroso y no moriré ni estaré viejo, así como estoy en estos
momentos. Cuando hayas terminado mi encargo estaremos juntos otra vez.
Tlakaelel
asintió.
–Y
cuál es ese don, viejito –inquirió el pequeño.
–Ese
lo tienes que descubrir tú.
–No
se vale –reclamó el pequeño.
–Por
supuesto que sí –aseveró el viejo y luego le indicó:
–Ahora
ve, no pierdas tiempo.
Tlakaelel
se despidió y ni tardo ni perezoso emprendió su tarea, comenzó su larguísimo
recorrido por las comunidades y ciudades del sur de Huehuetla. En todos y cada
uno de los lugares que estuvo, narró las historias de “La Campana de Oro”, “La
Sirena”, “Los Nahuales”, “El Cuernudo”, “El charro negro”, “La cueva de oro”,
“La iglesia vieja” y otras tantas más que no se pueden escribir aquí porque no
terminaría el cuento. Cuando narraba Tlakaelel era como si jugara con los otros
niños, dibujaba y coloreaba imágenes que representaban lo que decía al hablar,
después daba estas ilustraciones a los niños que lo escuchaban para que
pudieran subir a los lomos de los animales fantásticos que describía u oler la
fragancia de las flores de los campos por donde deambulaban la Campana de Oro o la Sirena. Aquel arte
maravillaba a su pequeño público, la mirada de los chamacos brillaba como una
estrella y sus amplias sonrisas eran señal de que la tradición oral estaba
llegando a sus corazones. Para muchos de los pequeños era la vez primera que
escuchaban y palpaban los relatos que les presentaba Tlakaelel. Los atentos
infantes se adentraban tanto a la magia del cuentero que les daba gusto dibujar
y contar, y el niño contador de historias por supuesto los dejaba aprender.
Algunos de los padres presentes decían “Ah, si yo conozco ese cuento, no más
que no me acordaba bien, pero si lo platicaban antes.” Tlakaelel quedaba muy
satisfecho con este tipo de comentarios, se decía sí mismo “voy bien con la
tarea de mi Dios.”
–¿Y
cuándo te volveremos a ver? –preguntaba uno que otro chiquillo en cada una de
las visitas de Tlakaelel.
–Cuando
quieran –contestaba el cuentero.
–Y
cómo, si andas de un lugar a otro.
–¡Ah,
tengo una sorpresa para ustedes! –decía Tlakaelel. Entonces el pequeño narrador
sacaba una de sus tantas hojas que traía en su saco y dibujaba una puerta, la
adornaba con dibujos coloridos que evocaban las tradiciones orales.
–Cuando
quieran verme o platicar conmigo, sólo tienen que abrir esta puerta y me verán
dónde estoy y lo que hago, ya si quieren pasar es otro cuento –explicaba el
niño–. Yo me daré cuenta porque una de mis hojas empezará a brillar, entonces
les daré la bienvenida.
Tlakaelel
dejó una de estas hojas en cada lugar que visitaba, de esa manera en muchos
lugares de Huehuetla se conoció lo que hacía Tlakaelel. Hay quien dice que de
esta magia, Preguntón Cerrado se inspiró para desarrollar la tecnología de la
comunicación sin lugar y hora, es decir platicar con otra persona sin estar en
la misma comunidad ni a la misma luz solar, y le llamó “mundo sin fronteras”.
Para ello diseñó un sistema de transmisión de información que utilizaba un
artefacto portátil con pantalla para poder ver lo que hacían y decían las
personas de otros lados.
Por
este “mundo sin fronteras” también se difundió lo que hacía Tlakaelel, de boca
en boca electrónica, los demás habitantes de Huehuetla, a los que aún no
visitaba el cuentero supieron de su fantástico e ingenioso arte. La gente se
emocionaba y comía ansía de saber cuándo sería el día en que el extraordinario
niño los visitaría. Algunas personas consideraban a Tlakaelel una leyenda
popular, pero él era en verdad real, ninguna ficción.
Al
paso de los años, miles de niños conocieron las historias de Huehuetla en voz
de Tlakaelel. El cuentero, era muy admirado y querido. Su fama llegaba a
cualquier insospechado rincón de la tierra vieja en el que habitaran personas.
Entonces muchas editoriales se interesaron en las historias que contaba
Tlakaelel; comercializarlas prometía un negocio redondo y jugoso. Los editores
intentaron contactar al cuentero en la ciudad capital de Huehuetla para
negociar con él la mercantilización de los cuentos pero no lo encontraron.
–Ese
no anda por aquí –les dijo un anciano de Huehuetla a los editores–. A ese lo
topan en el monte o en las ciudades, pero va a tardar para que lo hallen, nunca
se sabe dónde va a estar.
Todas
los editores se desanimaron no más de ver la gran cantidad de montañas y
caminos de asfalto y cemento que había que caminar para tratar de dar con
Tlakaelel, así que renunciaron a la empresa, menos uno. Era un joven editor que
trabajaba para ediciones “Tlaloke”, una editorial de gran prestigio, que tenía
el mérito de haber dado a conocer veinte escritores que luego serían premios
Huehuetla de literatura. El joven editor se empeñó en hallar a Tlakaelel, se
trataba del esforzado de Ilhuikamina. Ilhuikamina deambuló por mucho tiempo en
las montañas, carreteras y calles de Huehuetla hasta que por fin dio con
Tlakaelel. El pequeño cuentero se encontraba con niños de la comunidad de El
Pescado, precisamente les relataba una historia donde la Sirena le regalaba a
su ahijado un bagre y agua de río para que lo protegiera de las malvadas alas
de petate, las temibles come corazones de niños. A propósito, cabe decir que si
bien habían pasado varios años, Tlakaelel seguía siendo un niño. Ese día para
variar llovía a raudales en la vieja Huehuetla. Ilhuikamina entró al recinto
donde le dijeron que estaba el distinguido cuentero.
–Te
ando buscando desde mucho tiempo –dijo Ilhuikamina muy emocionado al ver al
prodigioso niño, tanto que no pudo contenerse y derramó algunas lágrimas.
Tlakaelel se conmovió, interrumpió su tarea y saludó al editor.
–No
llores joven –dijo el pequeño–, mejor ven a jugar con nosotros las palabras.
Ilhuikamina
no pudo menos que sonreír y participar en el juego, el entusiasmo y alegría del
niño eran como una gran ola que no se podía evitar, si uno corría para un lado
u otro, de cualquier manera se salía mojado. Así con Tlakaelel, era imposible
no jugar. Ilhuikamina no se pudo quejar, se divirtió de lo lindo, también se
subió a los dibujos y anduvo en el lomo del bagre de un lado a otro burlando y
derrotando a las alas de petate que se empeñaban en maltratar a los infantes. Para
Ilhuikamina fue como ser niño una vez más, esa era la magia del pequeño
cuentero.
–¿Para
qué me has buscado con tanto afán? ¿Quién eres? –dijo Tlakaelel una vez que
finalizó el juego de los cuentos y hubo despedido a los niños.
–Disculpa
que no me haya presentado antes, me llamo Ilhuikamina. Antes que todo es un
placer conocerte. Vengo de muy lejos, de la ciudad capital –Ilhuikamina
estrechó con vehemencia la pequeña mano de Tlakaelel–. Trabajo para ediciones
“Tlaloke”, estamos interesados en publicar en papel las narraciones que haces.
Tlakaelel
sonrió.
–Yo
soy Tlakaelel, y creo que ya me conoces. Soy cuentero –contestó afablemente el
infante–. Entonces de qué se trata.
–Sabemos
de tu noble tarea, conocemos tu proyecto a través del “mundo sin fronteras” que
abrió Preguntón Cerrado. Bueno realmente sólo son referencias porque no hay
video tuyo en ese mundo, sólo referencias. Imagina si todos vieran esto. En
fin, compartimos contigo la necesidad de que los miembros de las comunidades
que componen a nuestra gran Huehuetla conozcan la tradición oral, los cuentos
de otras comunidades. Hay muchos valores y enseñanzas contenidas en estos
relatos. Pero es una enorme tarea para ti solo. El fantástico mundo de la
editorial te proyectará en dimensiones que no te imaginas. Te leerán miles de
millones de personas y pasarás a la historia. Con nosotros lograrás tus sueños.
–¿Los
niños de toda Huehuetla leerán los cuentos?
–Sí.
–¿En
distintas partes de Huehuetla?
–Sí.
–Tal
vez así cumpla el encargo de mi viejo padre.
–Por
supuesto. Pero necesitas de una editorial seria, como la de nosotros, algo como
“Tlaloke”.
–¿Sí?
–Desde
luego que sí. Confía en nosotros, veinte premios literarios nos respaldan.
–¿Qué
tengo que hacer?
–Solamente
escribir lo que cuentas –Tlakaelel quedó impresionado más no convencido y luego
dijo:
–Pero
lo que me dio mi Dios es para decir con la boca, no para escribir. Además yo no
quiero dinero, sólo deseo contar nuestras historias a los niños y que haya
cuenteros.
–Con
todo lo que ganes por la venta de los libros puedes adquirir más libros para
llevar tus historias a más niños de toda la maravillosa Huehuetla. Medítalo.
–Si
se ponen a la venta los cuentos, no todos los niños podrán comprar libros
–replicó Tlakaelel–. En Huehuetla hay millones de pobres, y aunque se vendan
cientos de ejemplares, no hay dinero suficiente como para hacer que todos los
niños tengan libros. Además no puedo dar estas historias para vender porque no
son mías, son de toda la gente de aquí, son de ellos desde antes que nacieran,
y los seguirán siendo hasta que muera el último habitante de Huehuetla, eso me
dijo mi Dios de las palabras, mi abuelo.
–No
te preocupes por eso. Tenemos un gran equipo de abogados para que los derechos
de autor queden en manos de todos, no sólo de una persona.
–De
todas maneras, necesito platicar con los señores y señoras de las comunidades
para que me digan qué piensan –respondió Tlakaelel–. No puedo decidir por algo
que nos pertenece a todos.
–La
gente de Huehuetla te aprecia demasiado. Si tú los convences, esto será una
gran oportunidad para todos, hasta para ti, así podrás hacer de mejor manera y
más rápido el encargo.
–Lo
pensaré –dijo Tlakaelel con una simpática sonrisa–. Bien mientras tanto a
seguir contando. ¿Quieres venir?
–Por
supuesto –dijo Ilhuikamina un tanto sorprendido porque no esperaba la
invitación.
–Pues
vámonos –e inmediatamente el pequeño Tlakaelel echó a andar vigorosamente
–¿Aguantarás el paso? Hay que caminar mucho.
–Me
encanta caminar.
Ilhuikamina
estaba muy feliz, todo estaba marchando conforme a sus planes. Más tarde ambos
personajes, después de andar por varias horas por cerros y ríos, llegaron a la
comunidad de El Copal. Los niños ya esperaban en un salón de la escuela primaria
al niño cuentero. Tlakaelel saludó a los niños y enseguida comenzó a narrar
jugando. Mientras hablaba sus dedos se movían ágilmente sobre las hojas de
papel, dibujaba y coloreaba lo que decía. Repartía los dibujos, hacía
expresiones sonoras con mucho entusiasmo. Luego hizo lo que en muchas
comunidades, pidió a su diminuto público que también dibujara lo que él iba
diciendo. Los niños reían, brincaban, abrían sus ojos y no paraban de
asombrarse, seguían el juego del cuentero.
Ilhuikamina
sacó de entre sus ropas un sofisticado dispositivo de comunicación para el
"mundo sin fronteras". Tomó algunas fotografías y videos a Tlakaelel
que inmediatamente publicó en dicho mundo. Fue la vez primera en toda la
historia de Huehuetla que la gente que transitaba en los dos mundos –el de
Huehuetla y el de sin fronteras de Preguntón cerrado– conocía cómo era
físicamente el encantador niño cuentero y su sorprendente y mágica habilidad
para hacer mundos fantásticos con palabras. Ilhuikamina comentó con entusiasmo
el encuentro y anunció que la publicación de narraciones de Tlakaelel en papel
era prácticamente un hecho, que no estaba muy lejos de concretarse un acuerdo
para que hubiera luz verde a la edición de libros. Inmediatamente millones de
usuarios saturaron la habitación del mundo sin fronteras de Ilhuikamina en su
afán de manifestar su agrado por la noticia.
Después
de que Tlakaelel terminó de narrar las historias los señores de la localidad
hablaron con él. Le dieron las gracias por su visita.
–Así
que usted es el pequeño cuentero del que todos hablan –dijo uno de los viejos.
–Sí
–contestó Tlakaelel.
–Cuando
era niño, había otros niños como tú. Pero quién sabe qué fue de ellos, a la
mejor crecieron y ya no les gustó contar, no sé. Ahora creo que no más eres tú.
–Si
es lo que me han dicho en otros lugares. No tarda el día en que uno o algunos
de estos niños sean como yo –dijo con gran entusiasmo Tlakaelel, se emocionó de
pensar en ello, sintió una gran alegría que casi lo hizo llorar sólo de figurarse
que uno de esos niños sería como él.
–Hacen
falta cuenteros en las comunidades de Huehuetla –dijo con aire de tristeza otro
viejo de la comunidad–. Antes andaba uno que era el dueño de las palabras, se
le ponía ofrenda, tenía su altarcito. Pero como ahora sólo se cuenta en algunos
lugares, pues ni quién se acuerde de él.
–Yo
lo conozco –dijo muy alegre Tlakaelel–. Es mi viejo padre, mi abuelo.
–Es
el padre abuelo de todos –repusieron los viejos–. Por eso hablamos. Si a los
niños les gusta cómo cuentas igual un día regresa el dueño de las palabras.
–Usted
abuelo, piense que así va a pasar –repuso el niño–. Para eso estoy aquí.
–Eso
veremos –dijeron los viejos–. Pero de cualquier manera, gracias por habernos
visitado con tus cuentos.
La
charla terminó. Los señores de la localidad se despidieron. Ilhuikamina se
acercó a Tlakaelel.
–Lo
que cuentas es maravilloso –dijo el joven editor.
–Gracias.
Me las enseñó mi abuelo, mi Dios.
–Antes
de conocerte no sabía que existía un señor de las palabras, eso es fantástico.
Bueno y ¿qué has pensado? –Insistió el joven editor–. Sin querer he escuchado a
los viejos, y me parece que podemos ayudar a que regrese el viejo dueño de las
palabras. Sería fabuloso. ¿Qué dices niño? No puedes dejar pasar la
oportunidad.
El
pequeño cuentero no resistió más la presión de Ilhuikamina y pensó en aceptar.
Ilhuikamina tenía razón, aunque él llevaba muchos años contando todavía se
desconocía la tradición oral en muchos lugares. Seguro iba a pasar muchos años
para que terminara de recorrer todos los sitios de Huehuetla en los que hubiera
niños, y tal vez para ese entonces, sería tarde para su abuelo. Una ayuda para
la tarea del Dios de las palabras, podría ser que hubiera otros niños cuenteros
pero todavía ninguno se había animado, si los hubiera ellos ayudarían a cubrir
toda Huehuetla en poco tiempo. Los niños sólo se asomaban a la puerta mágica
para mirar pero no se atrevían a pasar a narrar. Por eso era buena la idea de
Ilhuikamina, aunque la empresa era ambigua porque parecía ir en contra y a
favor de lo indicado por el Dios de las palabras. Por un lado las historias
podían llegar a todos los niños de Huehuetla; pero por otro, Tlakaelel
parecería el dueño de las palabras, aunque estaba eso de los derechos de autor
para todos. Algo tenía que hacer el niño.
–Está
bien –decidió Tlakaelel considerando que era lo mejor para todos–. Lo haremos.
Trataré de convencer a los habitantes de Huehuetal, pero no es algo seguro,
además tengo que ir a todas las comunidades y ciudades de Huehuetla para hablar
con la gente y todavía no acabo de visitarlas. Ojalá que esto nos ayude a
todos. Nosotros somos gente de palabras, son nuestro cuerpo.
Ilhuikamina
dio brincos y aulló de gusto.
–En
lo que ellos dan su beneplácito, mañana mismo empezamos la escritura –dijo
Ilhuikamina.
–Pero
no sé escribir –respondió Tlakaelel– sólo se hablar.
–¿Cómo?
¿No fuiste a la escuela?
–No
porque allí no enseñan esto de compartir en voz nuestros cuentos fantásticos y
tradicionales. Además antes no había escuelas, ahora hay unas cuantas, y que yo
sepa en ese lugar no les gusta la magia ni la imaginación. Pero de todas
maneras como todo el día ando contando ni tiempo para la escuela.
–No
lo puedo creer. Trataré de enseñarte a escribir.
–Entonces
hagamos algo. Hasta que aprenda a escribir, hablaré con las señoras y señores
de las localidades y ciudades de Huehuetla –propuso Tlakaelel.
–Me
parece perfecto –dijo Ilhuikamina confiado en que Tlakaelel era un niño
inteligente y no habría dificultad alguna para que pasara a letras todo lo que
sabía. Luego el editor agregó:
–Y
para que tengas la oportunidad de hablar con las personas para el
consentimiento de la edición en papel de la tradición oral, podemos hacerlo de
un sólo tirón, nos apoyamos de la tecnología de Preguntón Cerrado.
–Muy
buena idea –dijo Tlakaelel–. Manos a la obra.
En
los siguientes meses Ilhuikamina trató de hacer que Tlakaelel se expresara por
escrito, pero igual se hizo un afecto especial entre los dos. Tlakaelel en
verdad sintió un gran aprecio por Ilhuikamina, sentía que era como su hermano mayor
o un padre. Ambos se contaban cosas de su vida, de sus planes con la tradición
oral. Coincidían en muchas cosas. Tlakaelel llegó a pensar que con la editorial
“Tlaloke”, haría cosas increíbles y las palabras de su abuelo y de todos los de
Huehuetla, llegarían sin falta alguna a todo rincón habido y por haber. Sin
embargo, a pesar de los esfuerzos didácticos de Ilhuikamina, Tlakaelel no podía
expresarse correctamente en letras. Sus textos eran una locura. No se entendía
lo que decía. Las ideas estaban desconectadas, hacía repeticiones innecesarias
y obviaba demasiados detalles, aparte los múltiples errores de acentuación y
puntuación. Tanto se equivocó Tlakaelel que la paciencia de Ilhuikamina se
agotó.
–¿Cómo
es posible que no puedas escribir ni un párrafo medianamente coherente, niño?
–Te
dije que no sé escribir. Debes tener paciencia.
–Pero
tienes que escribir, ¿cómo vamos a editar los cuentos si no lo escribes?
–Yo
te dije que los cuentos no son para las letras, sino para la boca. A la mejor
por eso no puedo. Además primero tienen que consentir los habitantes de aquí.
Si no consienten, no se hará.
–Tu
Dios de las palabras debe estar decepcionado de ti.
–No
lo creo. Ya me lo hubiera dicho –dijo Tlakaelel pero pensó que tal vez
Ilhuikamina tendría razón una vez más. Desde que el Dios de las palabras lo
echó a la tierra no lo había vuelto a ver, y le faltaba mucho por cumplir su
tarea. Además se preguntó cuál sería ese tercer don que iba a hacer en la
tierra, tal vez era la escritura pero no estaba seguro.
–Por
eso las palabras de ustedes, de ustedes los de Huehuetla se van como el humo,
se pierden –dijo muy enfadado, Ilhuikamina–. Te hace falta saber escribir. Tú
serás el responsable si todo esto se pierde, sólo tú. Te abrí una puerta y la
desperdiciaste.
–Nuestra
palabra es para ser hablada y escuchada –insistió Tlakaelel.
–Necio
–dijo Ilhuikamina todavía más molesto. Me voy de aquí. Esto es imposible –. El
editor salió de la habitación donde se hallaban, dando un fuerte portazo. Se
marchó a la capital de Huehuetla y anunció en su habitación del “mundo sin
fronteras” el fracaso de su empresa. Dijo: "Tlakaelel es un fiasco para la
escritura. Que siga con su tradición oral".
El
pequeño Tlakaelel quedó muy triste. Su entrañable amigo lo había abandonado.
Por muchos días lloró desconsoladamente. Le dolió intensamente que su gran
amigo Ilhuikamina lo hubiera tratado así. Pero más le dolía no haberle
correspondido con el aprendizaje de la escritura. Por más esfuerzos que había
hecho no pudo poner por escrito las historias, no con la misma belleza de como
las hablaba. Muchos niños de las diversas comunidades y ciudades de Huehuetla
que Tlakaelel había visitado, vieron por su hoja mágica lo que había pasado
entre el cuentero e Ilhuikamina y como el pequeño no paraba de estar triste y
llorar, entonces decidieron darle una vuelta para tratar de reconfortarlo.
–No
estés triste Tlakaelel. A nosotros nos gusta lo que nos cuentas. No te queremos
así, deseamos que nos sigas narrando y dibujando –dijo uno de los pequeños.
Pero
Tlakaelel siguió triste. Lloraba sin parar. Entonces los niños le empezaron a
contar las historias que él les había narrado alguna vez, unos hablaban y otros
dibujaban. Al principio Tlakaelel no les hizo caso, estaba muy ocupado en su
tristeza. Pero en una de esas escuchó las hermosas vocecillas de los pequeños,
miró los cientos de dibujos que los infantes hacían y no pudo menos que
asombrarse. En verdad eran muy bellos. Entonces el cuentero sintió el amor de
los niños y vio en ellos los siguientes cuenteros de Huehuetla porque se habían
atrevido a pasar la puerta para contar, lo que nunca; eran justo lo que
necesitaba su viejo padre para que no muriera. Tlakaelel pensó que ya era
tiempo de ser nuevamente feliz. Limpió las lágrimas de sus mejillas y se incorporó.
–Tienen
razón. No tengo por qué estar triste. Mi trabajo es ser cuentero. Seguiré
siéndolo, y veo que ustedes también son cuenteros –los niños rieron.
–Pero
también seguiré tratando de ser cuentero por escrito –anunció Tlakaelel. Tal
vez sea mi tercer don y si no lo es será otra forma de hacer vivir a nuestro
padre el Dios de las palabras.
En
los meses siguientes meses Tlakaelel continuó junto con los otros cuenteros, la
acostumbrada tarea de narrar cuentos, y por la noche se ponía a escribir; lo hacía
con afán, revisaba una y otra vez los textos para ver si contaba por escrito
con la misma belleza, claridad y emoción que lo hacía con su voz. Pasado el
tiempo con gran alegría Tlakaelel se dio cuenta de que ya era capaz de hacerlo.
Por supuesto que igual enseñó a sus niños cuenteros a escribir lo que narraban.
Todos los cuenteros, encabezados por Tlakaelel, fueron vistos en las hojas que
dejaba Tlakaelel en sus previas visitas. Más niños no sólo se conformaron con
abrir la puerta y mirar, sino que pasaron por la puerta y llegaron a donde
Tlakaelel para acompañarlo y narrar junto con él, estos niños igual querían ser
cuenteros como Tlakaelel. Así llegaron a ser 400 niños cuenteros más Tlakaelel.
Tiempo
después el pequeño Tlakaelel se acordó de Ilhuikamina, decidió ponerse en
contacto con él a través del “mundo sin fronteras” porque no había otro modo,
el editor no tenía una hoja mágica. Le agradeció haberlo iniciado a la
escritura y lo mostró que era tan bueno en las letras como en el hablar;
también le platicó que con respecto a la difusión de los cuentos orales en
letra, decidió organizar a la gente de Huehuetla para que a través de una
asociación civil y mediante mecanismos sin fines de lucro, se distribuyeran,
sin costo alguno, los cuentos tradicionales en papel a todos los niños de
Huehuetla. Y lo hizo. La obra narrada en escrito fue conocida en muchos
rincones de la grandiosa Huehuetla. Todos los niños de todos los lugares de
Huehuetla supieron de las historias contadas por Tlakaelel y sus cuenteros. Igual
le dijo de cómo muchos niños se hicieron cuenteros y lo acompañaban a sus
narraciones sólo abriendo las puertas que les había dibujado, o bien iban a
otras comunidades a las que no podía asistir Tlakaelel.
Por
su parte Ilhuikamina en cuanto se enteró de las nuevas de su querido Tlakaelel,
buscó otra vez al afamado niño cuentero y sus ayudantes. Pero esta vez tardó
menos tiempo en hallarlo que la ocasión pasada, pues ya tenía el camino andado.
Lo encontró en Milpa Grande en compañía de otros niños cuenteros.
–Estoy
sumamente apenado por la forma en que te traté –dijo Ilhuikamina cuando tuvo
enfrente a Tlakaelel. El niño no habló en ese momento, la felicidad de ver otra
vez a su amigo le impidió articular palabra alguna, sólo atinó a abrazar a
Ilhuikamina, y luego le dijo:
–No
tengas cuidado, gracias a ti podemos llevar los cuentos a muchos niños de
nuestra Huehuetla. Podemos hacerlo porque por ti aprendí a escribir, y los
otros cuenteros y yo podemos estar con otros niños sin que estemos allí en
persona a través de los libros de papel. Además los viejos de las comunidades
están contentos porque hay más cuenteros. Dicen que el señor de las palabras ya
está de nuevo entre nosotros pero yo no lo he visto. Tal vez este no sea mi
tercer don y falten más niños cuenteros. Te he extrañado mucho amigo.
–Te
felicito, y también a todos ustedes. Me siento orgulloso de todos –dijo
Ilhuikamina a los otros niños cuenteros. Después regresó con Tlakaelel:
–¿Te
digo una cosa?
–Sí,
dime por favor.
–Este
es el tercer don que debías de hacerte en el mundo de los hombres –dijo con
alegría Ilhuikamina, y se hizo el dios de las palabras. Tlakaelel
inmediatamente lo reconoció aunque fuera joven.
–¡Eres
tú abuelo! –Dijo emocionado el cuentero –Ilhuikamina confirmó con una
gesticulación y los dos se volvieron a abrazar.
–Pero
ahora soy joven porque vivo en todos los corazones de los niños de Huehuetla
–aclaró Ilhuikamina.
–Abuelo,
estoy muy contento.
–Yo
también mi pequeño Tlakaelel. Te amo –dijo lleno de intensa felicidad el Dios
de las plabras–. Hiciste muy bien tu tarea. Ya es hora que estemos juntos los
dos y a la vez con todos los cuenteros que ya dejaste en Huehuetla.
–Si
papá joven –contestó juguetón Tlakaelel. Entonces el Dios de las palabras pronunció
muy suavemente “Tlakaelel”, y el pequeño se hizo una nube que parecía polvo de
estrellas porque brillaba demasiado. El rutilante polvo se fue a los labios de
Ilhuikamina. Después el viejo Dios miró a los otros cuenteros.
–¿Y
Tlakaelel? –Preguntaron los niños.
–Está
aquí en mi boca –respondió el joven Dios–. ¿Quieren que Tlakaelel vaya siempre
con ustedes?
–¡Sí!
–Gritaron los niños.
–Entonces
cierren los ojos y abran su boca –los niños obedecieron. Inmediatamente
Ilhuikamina dejó salir de su boca a Tlakaelel en forma de polvo dorado y una
parte de la esencia del niño cuentero fue a parar a cada uno de los corazones
de los 400 niños cuenteros. En Huehuetla, al día de hoy, sigue cayendo a llaves
abiertas, agua y palabras porque los cuenteros siguen hablando y escribiendo
sin falta.
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