El 25 de agosto de 1923 nació en Bogotá uno de los grandes autores de la lengua española.
“Un dios olvidado mira crecer la hierba”.
Álvaro Mutis tenía 18 años y un puesto como locutor de noticias en la Radiodifusora Nacional. Mientras esperaba que dieran las 11 de la noche para leer el último boletín, puso a sonar la Quinta Sinfonía de Sibelius y empezó a escribir como poseído en su máquina de escribir. Cuando se detuvo, hizo lo de siempre: arrancar el papel de la máquina, romperlo en pedazos y arrojarlo a la basura. Al día siguiente, sin embargo, llegó a la oficina pensando que en esos versos había algo que valía la pena. Escarbó en la caneca, ahí estaban todavía los restos. Los releyó y encontró la frase que buscaba. Siete palabras que lo hicieron pensar que en adelante sería escritor.
Una frase. Decía:
“Un dios olvidado mira crecer la hierba”.
Mutis tenía 18 años, sí, pero ya contaba con memorias para crear ese verso. Sabía qué era perder un mundo. Llegó a Bruselas con sus papás cuando tenía dos años y a partir de ese momento Europa se volvió su territorio. Los barcos que atravesaban los puertos de Bélgica, la primavera con sus colores, el aire de Flandes, el mar; los idiomas que empezaba a aprender, los libros que leía. A los 9 años, sin embargo, ese mundo le fue arrebatado. La muerte de su papá, Santiago Mutis Dávila –que fue secretario privado de dos presidentes de la República y había llegado a Bruselas como diplomático– obligó a la familia a dejar Europa. Mutis, sin entender todavía por qué su papá se había ido con 33 años, culpándolo por haberse enfermado de algo que nunca se descubrió, de haberse muerto, en fin, debió dejar su colegio (estudiaba en el Saint Michel, de sacerdotes jesuitas), sus amigos, el puerto, el mar, para vivir en el país donde había nacido pero al que, hasta ese momento, solo lo unían sus temporadas de vacaciones, cuando la familia tomaba un barco de Amberes a Buenaventura y, a caballo, seguía hacia la finca que quedaba a doce kilómetros de Ibagué y se llamaba Coello.
Coello. Pese a los kilómetros que lo distanciaban de Bélgica, ese lugar llegó a ser muy pronto su universo. De esa tierra caliente, de las mujeres que la habitan, de sus cafetales, las tormentas de sus noches y los muchos libros de grandes autores que alcanzó a leer tirado en la hamaca que tenía en la terraza de la finca, se ha alimentado y vivido su obra literaria.
Esas lecturas, de los poetas surrealistas, de Dickens, de Conrad, de Balzac, era lo que le interesaba. El estudio, no. El adolescente Mutis entró en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, en Bogotá, y –con excepción de las clases que recibió del poeta Eduardo Carranza– no había nada que lo motivara. No alcanzó el cartón de bachiller, entre otras cosas porque, en vez de llegar a clase, tomaba el camino a los billares del centro de la ciudad. ¡Cómo iba a ser que un descendiente de José Celestino Mutis (Manuel, hermano del sabio, era el papá del tatarabuelo del escritor) no fuera un buen alumno!, se quejaban los profesores. Su madre, Carolina Jaramillo, sin embargo, no lo presionó nunca por las notas. “Estoy seguro de que, en Colombia, mi madre fue una de las primeras mujeres que vivió la vida como quiso”, le dijo Álvaro Mutis al periodista Fernando Quiroz en el libro El reino que estaba para mí. De ascendencia paisa, doña Carola –así le decían con respeto y cariño los empleados de Coello– no le daba importancia a las convenciones sociales ni a los “qué dirán”. Dejaba que el destino llegara con todo y sus sorpresas. Por eso Mutis dice que Maqroll El Gaviero –su personaje literario, protagonista de sus novelas– es el hijo que más se parece a ella. Doña Carola se encargó de la administración de Coello hasta cuando la familia fue lanzada de ahí por la guerrilla. La última vez que Mutis visitó la región fue para cumplir un pacto que había hecho con su hermano Leopoldo: cuando murieran, ambos querían que sus cenizas cayeran en las aguas del río Coello. Él fue y lanzó al río las cenizas de su hermano, y ya le pidió a su hijo Santiago que, cuando muera, haga lo mismo con las suyas.
***
“Un dios olvidado mira crecer la hierba.
El sentido de algunos recuerdos que me invaden se me escapa dolorosamente:
Playas de tibia ceniza, vastos aeródromos a la madrugada, despedidas interminables”.
Cuando Mutis completó este poema y lo tituló El miedo, sintió que había logrado algo que ya no era ni de Baudelaire ni de Rimbaud ni de Saint-John Perse ni de tantos otros poetas que había leído y eran sus maestros tutelares. Sintió su voz. Esquivó sus temores y se lanzó a publicar. Lo hizo por primera vez en el suplemento literario del periódico La Razón, que dirigía su amigo Alberto Zalamea.
A partir de ahí siguieron apareciendo más versos suyos en los diarios bogotanos, al mismo tiempo que su voz se oía en la radio como locutor, actor de teatro (dirigido por Bernardo Romero Lozano) y comentarista de libros. Sin cumplir 20 años, Mutis estaba, también, recién casado. Su condición de joven esposo (de Mireya Durán, con quien tuvo tres hijos: María Cristina, Santiago y Jorge Manuel) lo hizo buscar un trabajo en el que ganara un mejor sueldo. Lo encontró como jefe de publicidad de la Compañía Colombiana de Seguros, después como jefe de propaganda de Bavaria, luego como director de la emisora Nuevo Mundo, más adelante como jefe de relaciones públicas de la aerolínea Lansa y, después, en el mismo cargo, en la Esso Colombiana.
Mutis le sacaba tiempo a su trabajo para dárselo a sus versos, sin entregarse por completo al oficio de escritor. Muchos lo criticaban por eso, pero era más una suerte de temor suyo, muy íntimo, de sentir que su talento fuera o no a permitirle ganarse la vida, de creer que ya todo estaba escrito y mejor de lo que él podía hacerlo. No había día, sin embargo, en que no creara un verso. Además sus trabajos –que lo mantenían de una ciudad a otra, cumpliendo así su gusto por el viaje– le permitieron sumar experiencias para su escritura.
“Eso que llaman ‘la buena vida’ lo viví durante mi trabajo en la Esso –contó Mutis en El reino que estaba para mí–. Mi trabajo allá me ofrecía grandes satisfacciones. Tantas, que llegué a disfrutar de algunas que me estaban prohibidas”. Durante meses, el presupuesto que la empresa le destinaba para labores de promoción y caridad fue usado por Mutis en lo que él llamó “quijotadas de la cultura”. Un ejemplo: organizó una fiesta para celebrar los 300 años de muerte del francés Brillat-Savarin (autor de Fisiología del gusto) y mandó traer de París el pan y la mantequilla que les sirvió a los invitados. “No fui esa especie de Robin Hood que algunos imaginan –dijo Mutis–. La prueba está en que no ayudé a muchos amigos que estaban pasando por momentos difíciles y lo hice, en cambio, con algunos que no estaban tan necesitados como para pecar por ellos”.
Cuando los malos manejos en el presupuesto quedaron al descubierto, la gerencia general de la Esso inició un juicio en su contra. Mutis, apoyado por amigos como Álvaro Castaño Castillo y Casimiro Eiger, optó por irse del país. De Bogotá viajó a Medellín, de allí a Panamá y luego a Ciudad de México, donde decidió exiliarse y eludir a las autoridades. Su vida en México empezó el 24 de octubre de 1956.
Consiguió trabajo rápido como ejecutivo de publicidad y se hizo amigo de personajes como Luis Buñuel, Octavio Paz y Carlos Fuentes. Pero el fantasma de lo hecho en la Esso lo iba a seguir. Tres años después de llegar al D. F., fue apresado y llevado a la cárcel de Lecumberri. Allá pasó quince meses duros, rodeado de los peores delincuentes, pero también importantes para él y su escritura. En la cárcel, Mutis dio forma a varias de sus obras en prosa, como La muerte del estratega y El último rostro, y a buena parte de los poemas que después reunió en Los trabajos perdidos. También nació en ese lugar el Diario de Lecumberri.
–Álvaro Mutis, a la reja con todo y chivas –le gritaron un día los guardias. Eso quería decir que había quedado en libertad.
Separado de su primera esposa, y con la idea de hacer su vida en México, Mutis conoció a Carmen Miracle, catalana refugiada en el D. F. que acababa de enviudar de su esposo francés y tenía una bebé recién nacida. Mutis se casó con Carmen y adoptó a la niña, llamada Francine, y la crió como suya.
***
A partir de 1988 (ya pensionado de la Columbia Pictures, empresa en la que trabajó como promotor), Mutis empezó a dedicarle sus días y sus noches a la literatura. Se concentró en la prosa, con Maqroll El Gaviero –personaje que nació por influencia de uno de sus autores predilectos, Herman Melville– como protagonista de sus novelas (La nieve del almirante, Ilona llega con la lluvia, Un bel morir, Amirbar, Abdul Bashur, soñador de navíos, Tríptico de mar y tierra). Y llegó el reconocimiento internacional, con premios como el Cervantes, el Príncipe de Asturias, el Reina Sofía y el Médicis Étranger.
Defensor de la monarquía desde que era un niño (tiene en su estudio un retrato de Felipe II), convencido de que la democracia es una farsa, de que París es la ciudad más bella del mundo y de que “todo poema no es sino el testimonio de un incesante fracaso” –como lo dijo en Celebraciones y otros fantasmas–, Mutis se hizo más conocido entre los lectores por su narrativa que por sus poemas. Sin embargo, él es sobre todo un poeta. Su obra de ficción está cargada de poética y está compuesta por los mismos elementos. Los párrafos que cuentan las aventuras de Maqroll –este gaviero que habita un mundo marginal– tienen la misma carga de desesperanza que reina en los versos de Mutis. La desesperanza, una de las obsesiones del autor desde sus comienzos.
Pero este poeta que le canta en sus versos a los momentos definitivos, ha sido un hombre alegre de vivir. Él siempre ha dicho que su temperamento tiene más que ver con el alma de alguien nacido en tierra caliente que en una ciudad como Bogotá, donde nació el 25 de agosto de 1923. Quizá más que sus escritos o sus lecturas, lo que es de verdad sagrado para él es la amistad. Ha sido un amigo, para qué decir más. Gabriel García Márquez, Ernesto Volkening, Casimiro Eiger, Alberto Zalamea, Octavio Paz, Gonzalo Mallarino, Alejandro Obregón, Álvaro Castaño fueron o han sido, entre otros, sus grandes compañeros de vida.
La mayoría de sus amigos están muertos. Y esa es una realidad que ha entristecido a Álvaro Mutis en los últimos años. “Empezó a estar cercado por la soledad”, dice su hijo Santiago. Otro dolor que lo marcó fue la muerte de su hija Francine, por un cáncer, cuando apenas rozaba los cuarenta años. Francine había crecido y vivido a su lado, en Ciudad de México, más cercana que sus otros tres hijos, que se quedaron en Colombia. Los amigos que lo vieron después de la muerte de su hija notaron sus signos de tristeza.
Mutis se fue alejando de los focos que lo perseguían para una declaración, una conferencia, una foto, una entrevista. Dejó de viajar –que era una de sus actividades permanentes– y muy pocas personas siguieron entrando a su casa en el barrio San Jerónimo. Una de ellas es Gabo, con quien hasta hace poco se seguía encontrando. “Es lindo verlos juntos, oírlos conversar –dice Santiago Mutis–. La memoria no está. No hay memoria. Pero está el afecto”.
Álvaro Mutis publicó su novela Tríptico de mar y tierra en 1993 y se detuvo. A partir de ese título han venido recopilaciones, reediciones, pero nada nuevo que lleve su firma. O quizá, sí: un poema. El último poema que se ha conocido de él y que fue publicado en el mismo año 93 en la revista Gradiva.
Lo tituló Pienso a veces.
“Pienso a veces que ha llegado la hora de callar.
Dejar a un lado las palabras,
las pobres palabras usadas
hasta sus últimas cuerdas,
vejadas una y otra vez
hasta haber perdido
el más leve signo
de su original intención.
(...)
Pienso a veces que ha llegado la hora de callar,
pero el silencio sería entonces
un premio desmedido,
una gracia inefable
que no creo haber ganado todavía”.
En sus palabras
Europa
“Tenía dos años cuando viajé con mis padres a Bélgica.
Me crié con la forma de vida de los europeos. Europa era mi mundo. De Colombia sabía que era la tierra de mis padres y un lugar paradisíaco al que íbamos en las vacaciones.
Me encantaba Coello, la finca que teníamos en el Tolima. Pero Colombia era un viaje del cual siempre regresaba”.
El mar
“En Amberes tomábamos un barco hacia Buenaventura. Esos viajes eran la más grande fascinación en mi vida. El mar es una presencia que me ha dominado”.
Su papá
“Murió a los 33 años. Se fue cuando más lo necesitaba. Para mí fue como una amputación brutal. Después de su muerte estuve solo dos años más en Bélgica”.
Coello
“Cuando digo que ya conocí el paraíso estoy diciendo la verdad. Se llama Coello. Ese paraíso donde terminan los llanos del Tolima y comienza la cordillera. Esa finca donde pasé todas las vacaciones durante mi fracasada época de estudiante. De Coello, de sus alrededores, sale mi pequeño universo. Es la fuente de todo lo que he escrito”.
La radio
“A los 18 años fui locutor de la Radio Nacional. A esa edad era comentarista de libros, actor de radioteatro, locutor de noticias y también marido. Me casé a escondidas.
Mi paso por la Radiodifusora Nacional no duró mucho tiempo. Pero fue ahí, precisamente, donde quedó sentada la partida de bautizo de mis primeros versos”.
‘La balanza’
“Una vez editado el primer libro, vencido el temor de hacer público los sentimientos vueltos palabras, quedaba mirar adelante. Había comenzado el oficio de escritor”.
La Esso
“Como jefe de relaciones públicas, tenía un jugoso presupuesto que manejé como si fuera mío. Mis últimos años en la Esso fueron mis últimos años en Colombia”.
En la cárcel
“En Lecumberri pasé quince meses que marcaron mi vida. Aprendí a aceptar las cosas como se nos van presentando, a saber que nada finalmente es grave”.
Poesía y prosa
“Me siento más afín al mundo de la poesía. El mundo de la ficción me cuesta un trabajo abrumador. En la novela, soy más consciente de mis debilidades”.
Maqroll
“Nunca he hecho ninguna descripción del físico del Gaviero y jamás he dicho de dónde es. La actitud de Maqroll podría resumirse en una frase así: ‘No acepto las cosas que me suceden tal y como me son dadas por el destino; quiero descodificarlas instantáneamente y someterlas a mi voluntad y delirio, a ver qué dan”.
Monarquía
“Yo hubiera querido vivir durante buena parte del reinado de su muy católica majestad, el rey Felipe II, gozando de la confianza y aprecio del monarca”.
Escribir, leer, viajar
“No se me ha ocurrido otra cosa que leer, escribir y viajar. Escribir en mi vieja Smith Corona. Leer, sentado en este sillón, haciendo de cuenta que sigo en Coello”.
La visita del Gaviero
“Cuando relato mis trashumancias, mis caídas, mis delirios lelos y mis secretas orgías, lo hago únicamente para detener, ya casi en el aire, dos o tres gritos bestiales, desgarrados gruñidos de caverna con los que podría más eficazmente decir lo que en verdad siento y lo que soy. Pero, en fin, me estoy perdiendo en divagaciones y no es para esto a lo que vine’.
(...) El Gaviero guardó silencio por un buen rato, hasta cuando llegó la noche con esa vertiginosa tiniebla con la que irrumpe en los trópicos”.
De ‘La nieve del almirante’, Álvaro Mutis, 1986.
Nocturno
Esta noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales.
Sobre las hojas de plátano,
sobre las altas ramas de los cámbulos,
ha vuelto a llover esta noche un agua persistente y vastísima
que crece las acequias y comienza a henchir los ríos
que gimen con su nocturna carga de lodos vegetales.
La lluvia sobre el zinc de los tejados
canta su presencia y me aleja del sueño
hasta dejarme en un crecer de las aguas sin sosiego,
en la noche fresquísima que chorrea
por entre la bóveda de los cafetos
y escurre por el enfermo tronco de los balsos gigantes.
Ahora, de repente, en mitad de la noche
ha regresado la lluvia sobre los cafetales
y entre el vocerío vegetal de las aguas
me llega la intacta materia de otros días
salvada del ajeno trabajo de los años.
De ‘Los trabajos perdidos’, Álvaro Mutis, 1965.
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