miércoles, 21 de agosto de 2013

El hombre de la ventana, por Alejandro Cifuente

COMPARTIMOS EL PRIMER CAPÍTULO DE LA NOVELA "EL HOMBRE DE LA VENTANA" DE ALEJANDRO CIFUENTE.

I

Era enero y él rebajaba su camisa debajo del pantalón mientras tomaba distancia de su silla. El ruido de los autos salpicaba la ventana con un atronador sonido. Él no escuchaba, estaba acostumbrado. Tenía cierta habilidad para concentrarse aunque no estuviera haciendo nada. En cierta forma, era parecido a la mayoría de nosotros.


A un costado, su computadora seguía encendida. Fue una noche larga. Sus sábanas habían soportado el polvo desierto y la mano escribió hasta cansarse de sí misma. No sabía lo que hacía. Era sólo un pasatiempo que lo consumía lentamente como un amante en su juego retórico.

Alguna vez lo nombraron, pero nadie recordaba cuándo ni cómo, y sin embargo todos lo conocíamos. Lo habíamos visto en la esquina del barrio una sola vez. Solía quedarse encerrado en su cuarto, con el rostro en el marco de la ventana como un diminuto retrato. Casi siempre estaba sentado en su silla con los ojos capturados por el monitor. Sólo en ciertas ocasiones descansaba unos segundos. Nunca supe bien si en realidad era un descanso. Parecía, para él, más laborioso que su trabajo.

Fue ese día de enero que comencé a tomar el hábito de observarlo. Había una temible curiosidad que me dominaba. El hombre tenía rasgos que me resultaban familiares aunque hasta ese momento no presté atención a nada que estuviera más allá de mis límites personales. Sin embargo, esos límites comenzaban a oxidarse y estaba aburrido de la rutina. A veces los hombres buscan causas nobles o malgastan su tiempo en cosas estériles. Yo sólo buscaba esa ventana estrecha que, cuando caminaba por aquel pasillo que da a la calle, se había convertido en mi único motivo.

Así perdía mi tiempo, o lo ganaba. Creo, que lo que más me llamaba la atención del hombre de la ventana, era su vaga importancia por el entorno. Nunca despegaba los dedos de su teclado. Escribía por horas sin tomar ningún descanso. Yo volteaba algunas veces y veía cientos de historias caminando por la calle, pero ninguna había penetrado tan profundo como la mueca certera del hombre de la ventana cuando terminaba de teclear una línea sobre unas letras desgastadas.

Comenzaba a amanecer. Yo estuve parado y atento casi toda la noche. Así suele ser el sudor de los noctámbulos, tan imprevisto como el amor o el odio. El cielo nocturno testifica la verdad del mundo y las máscaras se caen. Existe otra realidad que es única y que sólo conocen los seres que deambulan con lóbregas pisadas sobre el suelo oscuro. Salir de noche sirve para conocer la voz más educada que insaciablemente se pierde entre insultos y golpes.

Nadie mira, el hombre de la ventana tampoco. Un niño corría detrás del primer colectivo de la mañana. Un perro se acercaba a olfatear el aroma del pan recién hecho en una panadería ubicada a diez metros del lugar donde me encontraba observando. Comencé a caminar y me detuve en aquel callejón sin vereda que apuntaba directamente hacía ese agujero donde el hombre de la ventana no se percataba de nada.


El paisaje quedaba adornado con pequeños floreros rojos, paredes manchadas de brea y al costado dos balcones que, como en todo barrio, eran testigos invisibles del chusmerío de la muchedumbre. Sólo bastaba con cruzar la calle y saludarlo, pero para mí  eso no tenía sentido En ese momento decidí ocuparme del asunto de otra forma.

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